No sé si habréis visto la película Paul.
Si no la habéis visto, os aviso: aquí hay spoilers. Luego no digáis que no os lo advertí.
En una de las escenas más potentes de la peli, Paul, ese extraterrestre con pinta de colega gamberro, toca la frente de una chica y le transmite de golpe todo su conocimiento. Sin filtros. Sin adornos. Toda la realidad, tal cual. Ella, de repente, entiende cosas que hasta ese momento eran imposibles de asimilar. Como si alguien encendiese la luz en una habitación en la que llevabas años tropezando con los muebles.
Ahora bien, imaginad —de verdad— lo que sería un mundo con “el toque de Paul”.
Un mundo donde nadie pudiera hacerse el tonto.
Donde cada cual supiera de inmediato si lo que hace, lo que dice o lo que piensa es verdad o mentira, bueno o malo. Y en el que todos los demás también supiésemos que lo sabe.
Un mundo en el que no hubiese espacio para la estupidez disfrazada de subjetividad.
Ese, lo confieso, es el mundo que yo deseo.
Un lugar donde la verdad y la realidad se impongan siempre sobre las emociones que distorsionan, sobre los intereses que retuercen, sobre los autoengaños que nos destruyen.
Porque si algo me ha convertido la vida en un campo minado, ha sido justo lo contrario. Gente que miente, que disimula, que minimiza. Personas que maquillan los hechos para que parezcan otra cosa. Y yo, incapaz de participar en ese juego. Incapaz de “suavizar” lo que es evidente. Lo que está mal, está mal, aunque a mí mismo me deje en mal lugar.
A veces pienso que tengo una especie de “psicopatía inversa”. Mientras otros adaptan la realidad para sobrevivir, yo no puedo evitar ver con claridad las consecuencias de los actos, a corto y a largo plazo. Y si algo está torcido, no puedo mirar hacia otro lado. Me toca cargar con ello, aunque duela, aunque queme, aunque me deje sin aliados.
¿Y sabéis qué? Es un auténtico hándicap. Porque la mayoría prefiere seguir la inercia, disimular lo que conviene, dejar que la corriente arrastre. Yo no. Y ojalá existiese ese “toque de Paul” para que todos viésemos el mundo sin trampas ni vendas en los ojos.
Quizá entonces —y solo entonces— podríamos vivir en un lugar más cercano a la paz y la empatía.
Un mundo en el que nadie necesitase disfrazar lo que siente ni ocultar lo que piensa.
Un mundo donde las discusiones no fueran por quién grita más, sino por quién tiene razón de verdad.
Un mundo donde dejaríamos de perder tiempo en egos y máscaras, para empezar a invertirlo en crecer juntos.
Y ahí está lo curioso: no necesitamos que venga un extraterrestre para recordárnoslo.
La capacidad de tocar y transformar a los demás ya la tenemos.
No será con un dedo en la frente, pero sí con la forma en que hablamos, escuchamos y elegimos decir la verdad.
Al final, el auténtico “toque de Paul” está en cada uno de nosotros.
En nuestra decisión diaria de no ceder al autoengaño, de no disfrazar lo evidente, de sostener la verdad aunque incomode, aunque nos destroce la vida, aunque, incluso, nos separe de quienes apreciamos.
Porque, ¿qué otra cosa puede darnos paz real, si no es vivir de cara a la realidad?