Imagina por un momento que cada ser humano que ha existido hubiera tenido que inventarlo todo desde cero. Que cada generación, cada individuo, cada sociedad, no hubiera podido apoyarse en lo aprendido por quienes vinieron antes. No habría lenguaje, no habría escritura, no habría herramientas, no habría civilización. Seríamos poco más que animales atrapados en un bucle de ignorancia infinita. La copia, ese acto tan vilipendiado, es el verdadero motor del progreso humano. Copiamos para aprender, copiamos para mejorar y, cuando nos es posible, copiamos para después innovar.
Desde que nacemos, la imitación es nuestro primer mecanismo de supervivencia. Un niño aprende a hablar porque copia los sonidos que escucha. Aprende a caminar porque observa y replica los movimientos de quienes lo rodean. Aprende a interactuar con el mundo porque copia modelos de conducta. La educación misma es un proceso sistemático de copia: repetir letras hasta formar palabras, copiar estructuras hasta dominar la gramática, imitar razonamientos hasta desarrollar pensamiento propio. Todo lo que somos es, en esencia, el resultado de un largo proceso de imitación y perfeccionamiento.
Y, sin embargo, la palabra «copiar» está cargada de una connotación negativa. En las aulas, se reprende al estudiante que copia. En el arte, se desestima al creador que toma demasiada inspiración de otros. En los negocios, se tilda de falta de originalidad replicar modelos exitosos. Pero, ¿acaso la historia no nos demuestra que todo gran avance es el resultado de mejorar lo copiado? La rueda no fue inventada de la nada: fue la evolución de troncos rodantes que alguien utilizó antes. El teléfono no surgió del vacío: fue la refinación de dispositivos de transmisión anteriores. La teoría de la evolución de Darwin, celebrada como una de las más grandes ideas de la humanidad, no fue un relámpago de inspiración solitaria, sino el resultado de años de lectura, copia y reelaboración de trabajos previos.
Hoy en día, la gran revolución de nuestra era, la inteligencia artificial, se basa en la copia. Cada modelo de lenguaje, cada algoritmo de machine learning, cada sistema de reconocimiento visual, se entrena copiando patrones de datos, asimilando información existente, refinando lo aprendido y, en algunos casos, generando algo nuevo a partir de ello. La inteligencia artificial no crea de la nada: copia, y al copiar, mejora. Si la máquina más avanzada de nuestro tiempo se sustenta en la imitación, ¿por qué habríamos de despreciar ese mismo proceso en nuestra propia evolución?
La inversión financiera sigue la misma lógica. Cuando compramos un ETF del S&P 500, no estamos inventando un nuevo método de inversión, sino copiando la estrategia de quienes han identificado patrones de éxito. No intentamos predecir el mercado por intuición pura; replicamos estructuras que han probado su eficacia a lo largo del tiempo. El empresario exitoso rara vez crea algo completamente desde cero: estudia lo que otros han hecho, copia sus estrategias, y si es brillante, las adapta o mejora.
Entonces, la pregunta clave no es si copiar está bien o mal. La verdadera cuestión es: una vez que has copiado, ¿qué harás con ello? Copiar no es el final del proceso, sino el punto de partida. Copia para aprender, copia para entender, copia para dominar. Y cuando hayas copiado lo suficiente, si tienes talento y visión, transforma lo aprendido en algo aún mejor.
Porque la historia no recuerda a quienes inventaron desde el vacío absoluto. Recuerda a quienes copiaron con astucia, mejoraron con ingenio y, al final, lograron redefinir lo que ya existía.