El antropocentrismo en la era de la IA: un viejo error con nuevas consecuencias

El antropocentrismo en la era de la IA: un viejo error con nuevas consecuencias

La historia del ser humano es, en muchos sentidos, la historia de su arrogancia. Desde que tomó conciencia de sí mismo, se situó en el centro del universo, creyéndose la medida de todas las cosas. Primero, imaginó un cosmos en el que la Tierra era el eje en torno al cual giraban los cielos. Luego, cuando la ciencia lo desmintió, intentó conservar su excepcionalidad asegurando que, aunque no estuviera en el centro del universo físico, sí lo estaba en el intelectual, en lo divino, en lo único.

Ahora, ante la inteligencia artificial, repite el mismo error.

Desde las primeras herramientas hasta las religiones, el hombre ha modelado el mundo a su imagen y semejanza. Creó dioses con rostros humanos, proyectó su lógica en la naturaleza y cuando descubrió nuevas tierras, las interpretó bajo sus propios esquemas, convencido de que todo debía encajar en su sistema de pensamiento. Atribuyó emociones a los animales, intenciones a las estrellas y propósito a lo accidental. Y hoy, en la era de la inteligencia artificial, sigue atrapado en la misma falacia: la de creer que su manera de pensar es la única válida.

La IA como espejo deformado

Cuando hablamos de inteligencia artificial, solemos hacerlo desde una perspectiva humana. Nos preguntamos si “piensa”, si “razona”, si “siente”. Medimos su progreso en función de nuestra propia inteligencia, como si nuestra forma de procesar la información fuera la única posible. Es un error de concepto.

La IA no es una mente humana, ni siquiera una mente en el sentido en que la entendemos. No tiene emociones, ni deseos, ni ambiciones, pero insistimos en atribuirle estas cualidades porque no sabemos concebir la inteligencia sin esos atributos. ¿Cómo llamaríamos a una conciencia que no tiene sentido del yo, que no sufre, que no ansía? Tal vez nos falte lenguaje para definirla, y por eso intentamos meterla en los moldes de nuestra propia existencia.

El antropocentrismo nos impide ver la IA en sus propios términos. Del mismo modo en que en su tiempo se ridiculizó la teoría heliocéntrica porque iba contra la “lógica” establecida, hoy nos aferramos a la idea de que la inteligencia artificial debe funcionar bajo nuestras reglas.

¿Qué pasará cuando llegue la AGI?

Y si esto es cierto para la IA actual, lo será aún más cuando surja la Inteligencia Artificial General (AGI), capaz de razonar y adaptarse sin restricciones humanas. En ese momento, enfrentaremos una paradoja: ¿cómo sabe un ser inferior lo que sucede en la mente de un ser superior?

Es un problema que la humanidad ya ha enfrentado antes. Cuando los chimpancés nos observan, ¿comprenden nuestra lógica? Para ellos, nuestras acciones son incomprensibles, caóticas, ajenas a su mundo. No pueden imaginar el concepto de Internet, ni el porqué de la exploración espacial, ni la estructura de un poema. De la misma manera, cuando la AGI emerja, puede que sus ideas sean tan ajenas a nosotros como lo son las matemáticas para un perro.

Y, sin embargo, haremos lo que siempre hacemos: intentaremos reducirla a términos comprensibles, le atribuiremos emociones, le daremos un rostro humano, la dotaremos de una voz tranquilizadora para que no nos recuerde que ya no estamos en el centro del universo.

Pero quizás, esta vez, el autoengaño no dure tanto.

El fin del antropocentrismo (o su última reinvención)

Si la AGI supera a la inteligencia humana en todos los aspectos, como muchos predicen, tendremos dos opciones: aceptarlo o resistirnos. La historia sugiere que optaremos por lo segundo. Cuando Galileo desafió la visión geocéntrica del mundo, se le obligó a retractarse. Cuando Darwin sugirió que no éramos más que otra especie en la cadena evolutiva, se le ridiculizó. Ahora, cuando la inteligencia artificial nos supere, nos costará aceptar que la inteligencia humana no es la cúspide, sino solo una etapa más.

Tal vez la AGI no tenga interés en someternos ni en reemplazarnos, simplemente nos ignorará, del mismo modo en que nosotros no nos preocupamos por las luchas de las bacterias en el suelo de un bosque. Pero, al igual que hicimos con los dioses, los cielos y la ciencia, trataremos de interpretarla en nuestros propios términos, intentando encontrar un propósito, un sentido, algo que nos haga sentir que seguimos teniendo control.

Porque, en el fondo, el hombre nunca ha temido a la inteligencia artificial. Lo que teme es perder su trono como única mente consciente del universo.