Hay una serie de realidades acerca de la existencia que nos cuentan desde el primer momento en que tenemos uso de razón, pero que no interiorizamos y damos por buenas hasta que no las sufrimos en carne propia.
Las escuchamos en boca de nuestros mayores, las leemos en libros de filosofía o, más mundanamente, las encontramos en refranes que han sobrevivido al paso de los siglos. «El tiempo lo cura todo». «No hay mal que por bien no venga». «El dinero no da la felicidad». Sentencias como estas han flotado en el aire desde siempre, como mantras de una sabiduría ancestral que, sin embargo, solemos recibir con una mezcla de escepticismo y desdén. Porque una cosa es conocer una verdad y otra muy distinta es experimentarla. No se trata solo de entender con la mente, sino de asumir con la piel, con las vísceras, con el peso del propio trayecto vital.
Tomemos el ejemplo del amor y la pérdida. Desde niños nos advierten: «El primer amor nunca se olvida» o «El tiempo pondrá todo en su sitio». Pero solo cuando uno ha amado y ha perdido comprende la magnitud de esas afirmaciones. Solo cuando el tiempo, ese arquitecto inflexible, ha pasado por encima de las ruinas de nuestras certezas, entendemos lo que significa que un recuerdo se diluya sin desaparecer del todo, que un dolor se transforme en otra cosa, en algo soportable y, quizá, incluso en aprendizaje. Hasta que no experimentamos el desgarro de la ausencia, no entendemos lo que es realmente la permanencia de un vínculo en el recuerdo.
Lo mismo ocurre con la idea de la falta de permanencia. Nos dicen que nada dura para siempre, que la vida es cambio, que todo fluye. Pero lo asumimos con ligereza, sin sentir en lo más profundo lo transitorio de cada instante, de cada relación, de cada estado de ánimo. Solo cuando vemos envejecer a nuestros padres, cuando una amistad se disuelve sin previo aviso o cuando una época dorada de nuestra vida se desvanece en la distancia del tiempo, comprendemos realmente lo que significa la fugacidad. Es entonces cuando esas frases, que antes parecían meras palabras, adquieren un peso insoslayable.
Otra de esas realidades incómodas es la relación entre esfuerzo y recompensa. Desde niños nos inculcan la idea de que el trabajo duro da sus frutos, que la constancia es clave, que quien siembra recoge. Sin embargo, hasta que no nos enfrentamos a la frustración de invertir tiempo y energía en algo que no da resultados inmediatos, hasta que no atravesamos el desierto de la incertidumbre, no comprendemos lo que significa realmente la perseverancia. Porque, y esto es algo que rara vez se dice de manera explícita, no todo esfuerzo se traduce en éxito. A veces, el aprendizaje es la única recompensa, y asumirlo sin amargura es parte de la madurez.
La vida, en su ironía, parece diseñada para que aprendamos de manera empírica aquello que ya nos habían contado. Es como si existiera una distancia insalvable entre la sabiduría transmitida y la sabiduría adquirida. Quizás sea una prueba ineludible de la existencia humana: la necesidad de tropezar con las mismas piedras que ya nos señalaron, de tocar el fuego a pesar de la advertencia, de recorrer un camino que ya había sido cartografiado, pero que no puede ser entendido hasta que no se ha caminado con los propios pies.
Y así, el ciclo se repite. Nosotros también repetiremos esas frases, se las diremos a otros con la esperanza de que las escuchen de un modo distinto. Y, como nosotros, ellos también las ignorarán hasta que la vida misma se encargue de convertirlas en verdad palpable. Porque algunas lecciones no se enseñan, se viven.