Existen en este mundo dos tipos de personas: las razonables y las no razonables. A simple vista, esta afirmación podría parecer reduccionista, pero encierra una distinción fundamental en la manera en que los individuos interactúan con la realidad. No se trata de una simple cuestión de temperamento o de inclinaciones ideológicas; es, más bien, una diferencia sustancial en la relación que cada persona establece con la verdad, con la lógica y con su propia capacidad de adaptación intelectual.
Las personas razonables poseen un rasgo distintivo: la disposición a aceptar la evidencia cuando esta se presenta de manera clara e irrefutable. No es que carezcan de convicciones, sino que comprenden que la realidad es un ente independiente de sus opiniones. Saben que no se puede doblar la verdad al capricho del deseo, que los hechos son testarudos y que vivir de espaldas a ellos es tan absurdo como peligroso. Para el individuo razonable, la coherencia y la lógica son más que principios abstractos: son herramientas para navegar el mundo con sensatez, para construir una visión del entorno que no solo sea consistente, sino también útil y en armonía con lo que efectivamente existe.
En el lado opuesto se encuentran las personas no razonables, aquellas para quienes la lógica y la coherencia son, en el mejor de los casos, facultativas y, en el peor, obstáculos para la preservación de sus creencias. Estas personas han perfeccionado un mecanismo de disociación intelectual que les permite escuchar una argumentación irrefutable sin que ello implique la más mínima alteración en su pensamiento. Poseen una especie de interruptor que activa la razón cuando les conviene y la desactiva cuando amenaza con derrumbar sus construcciones ideológicas. La contradicción no es para ellos motivo de preocupación, sino un estado natural en el que se sienten cómodos.
Ahora bien, cabe preguntarse: ¿por qué persiste esta actitud en tantas personas? ¿Por qué la resistencia a la razón es, en muchos casos, más fuerte que la atracción por la verdad? Una posible respuesta radica en la naturaleza psicológica del autoengaño. Defender lo indefendible requiere un esfuerzo considerable, pero también proporciona un beneficio: la comodidad de no tener que enfrentarse a la posibilidad de estar equivocado. Y en un mundo donde la identidad muchas veces se construye sobre creencias inamovibles, reconocer un error equivale, para muchos, a una especie de muerte simbólica.
Más aún, la incoherencia de la que hacen gala los no razonables no es inocua. Genera conflictos internos, disonancias cognitivas que erosionan la estabilidad emocional. Quien se aferra a lo absurdo sabiendo en lo más profundo que es indefendible, no puede evitar experimentar un desajuste psicológico que, aunque pueda enmascararse temporalmente con la obstinación o el autoengaño, tarde o temprano se manifiesta en forma de angustia, agresividad o incluso depresión. La negación de la realidad no es gratuita: cobra su precio en la paz mental de quienes la practican.
Si bien sería ingenuo pensar que todos, en algún momento, no hemos caído en algún tipo de terquedad intelectual, la verdadera diferencia radica en la capacidad de rectificación. ¿Somos capaces de dar un paso atrás y admitir un error? ¿Podemos resistir el impulso de proteger nuestro ego a costa de la verdad? La respuesta a estas preguntas determina si nos alineamos con la razón o con su negación.
El problema fundamental de esta dicotomía es que la mayoría de los conflictos humanos, tanto en lo individual como en lo social, surgen precisamente de esta incapacidad para ajustar el pensamiento a la realidad. No es la ignorancia lo que causa mayor daño, sino la negativa deliberada a reconocerla. Y es en este punto donde radica el gran desafío de la humanidad: construir una sociedad en la que el pensamiento crítico y la apertura intelectual sean la norma, y no la excepción.
Porque, al final del día, la realidad no se somete a nuestros deseos. No le interesa nuestra terquedad ni se acomoda a nuestras ilusiones. Solo quienes son capaces de verla sin filtros ni distorsiones podrán caminar con paso firme por la vida. Los demás, los que eligen vivir en la penumbra de la incoherencia, están condenados a tropezar una y otra vez con sus propias falacias, sin comprender jamás la verdadera naturaleza del suelo que pisan.